Las gradas aullaban como una jauría de lobos al Dios Thumtock mientras en el centro de la arena, dos muchachos saltaban y esquivaban las afiladas espadas de los oponentes, que sin descanso, cortaban el aire con ansias de sobrevivir un día más.
La arena estaba alumbrada por antorchas que recorrían el círculo, dejando a la noche en un segundo plano de figuras y sombras, que se movían y bailaban en las paredes de piedra y en el suelo, donde la sangre ya había formado costras en la tierra.
Yaitbe esquivaba casi invisible los ataques contrarios, apareciendo por detrás de sus atacantes como si saliera del suelo. A su lado, Soreh peleaba con espada contra un hombre de anciana edad, al que no quería matar, pero… el rey así lo ordenaba, o mataba a aquel viejo, o su vida estaría en el mismo lugar que la de todos los demás.
El rey Thánathor. Recordaba cómo había crecido bajo su regazo, como aquel hombre había gobernado Zélion manteniéndose siempre constante en sus decisiones y siendo fuerte y cauteloso. Era un rey justo, no el más querido pero tampoco el más odiado. Has que un día, apareció el Nuevo Dios.
En su cabeza, un Dios que llegaba de fuera de la esfera le decía constantemente que tenía que limpiar la tierra, que habían sido engañados para convivir con escorias mágicas y así aprovechar de los humanos sus recursos, sus vidas.
Y así comenzó la matanza. Una purga constante de vida, destruyendo familias, intentando acabar con razas y aprovechándose de lo que le hacía falta, que mas tarde, se convirtió en un juego, en un dogma que la gente odiaba pero que por acatar las órdenes de su rey estaban dispuesto a ver como sus vecinos o amigos eran diariamente asesinados por otros como ellos, presenciando incluso, como dos hermanos de las islas Moulk, se autolesionaban hincando sus respectivas espadas en sus estómagos en contra de pelear contra el otro hermano.
-¡Soreh!- un grito alertó al muchacho de sus pensamientos, mientras veía como el anciano, en un último intento cansado de levantar la espada, blandía la punta de acero hacia el cuello de él, arañando la superficie, donde un pequeño hilo de sangre comenzó a correr.
Como respuesta a la agresión, Soreh se agachó hacia detrás y sin mirar, atravesó al anciano con su espada, que dejo un gemido en el aire, dando las gracias por acabar con el, y pidiendo perdón por la herida del cuello.
Unas trompetas sonaron, y de nuevo, las gradas alzaron su vocifero.
Unas puertas se abrieron para dejar pasar a soldados del rey, muy temidos en la arena pero no si los habías visto formar durante años y habías crecido con ellos.
Era el momento de demostrar que sabían hacer, y descargar toda la furia y la muerte de los demás seres hermanos contra el ejército de Tánathor.
Los dos muchachos corrieron hacia los soldados, que ya formaban en posición cuadrangular. Eran seis, y Soreh avisó a Yaitbe para que cuando estuvieran a un metro de ellos, saltaran hacia un lateral, pues en la posición en la que formaban era típico lanzar las espadas a los atacantes de frente.
Visto desde las gradas, fue un espectáculo impresionante. Como si les leyera la mente, los dos condenados saltaron hacia un lado justo cuando los tres primeros soldados, tiraban las espadas para hincarla en carne, y quedando así, sin arma con la que defenderse.
Con una voltereta, Yaitbe salto hacia delante pegándole a uno de ellos en el cuello, que cayo hacia tras haciendo perder la formación a los soldados.
Soreh, aprovecho el desconcierto para coger dos de las espadas de los soldados, y a dos manos, se abalanzó contra ellos esquivando y empuñando golpes y tajadas.
Algunos gritos y sangre corriendo ponían más nervioso al muchacho, que quería que aquel combate acabase cuanto antes. Solo quedaban dos.
Uno de ellos, estaba detrás observando todos los movimientos, y en su cara se reflejaba miedo y furia. Yaitbe y Soreh se fueron para el soldado más cercano, que espada en mano, se disponía a esquivarlos, pero Yaitbe saltó y Soreh se agachó, dejando la espada del soldado sin punto donde fijar el ataque, y cuando caía, Yaitbe desgarró garganta, tendones y tráquea, atravesando al soldado desde la clavícula hasta el estomago, y Soreh, en un ataque circular, golpeó la espalda del soldado, que ya caía lentamente, y miraba hacia el cielo oscuro que le veía abandonar Zélion, quien sabe si para ir a los fríos dominios de Resdan, o al tranquilo jardín de Nadser.
El último soldado, tiraba la espada sollozando e implorando a los Dioses. El silencio se hizo en las gradas y las miradas se centraron en el rey, que como todos los días, presenciaba el espectáculo desde la grada de cortinas rojas.
El mismo Tánathor, le quito a uno de sus soldados la ballesta y sin levantarse de su trono, mató al soldado que de rodillas, caía al suelo con una flecha entre ceja y ceja.
La batalla había acabado. El pueblo fue alzando el murmullo hasta hacer rosonar los nombres de los dos muchachos que se encontraban en mitad de la arena. Yaitbe miraba a herida del cuello de su compañero, que no era profunda, pero podía infectarse.
Mientras, en las gradas del rey:
- Mi señor… ¿no le convendría tener en sus tropas a Soreh y al ladrón, al igual que a sus otros compañeros, ese elfo y la bestia?
- Soreh no será perdonado. No mientras no cambia de opinión sobre el Nuevo Dios y su… gusto por los soldados y no por las criadas. La bestia debe morir antes de mañana o el próximo día por la mañana, pero bajo ningún concepto debe llegar a la noche. Y, ¿quién echará de menos a un ladrón y un príncipe destronado?
- Tiene razón mi señor, pero luchan bien y- el consejero del rey enmudeció.
- ¿Acaso quieres contradecirme Moirion?
- No mi señor, siempre le seré fiel a vos y al Nuevo Dios.
- Eso pensaba. Y ahora… si no te importa. Tú, baja a curar a los heridos, y alarga sus penosas existencias- El rey hablaba a la joven Alquimista capturada y que ejercía de curandera a los condenados, ya que sus conocimientos sobre pócimas y hierbas le venían muy bien a Tánathor como para dejarlos morir en la arena o en una cámara de tortura.
- Si- contestó cortante la muchacha.
- ¿Sí?, Si ¿qué?- pregunto el rey enarcando una ceja.
- Si mi señor- respondió Itzel dejando las gradas y caminando hacia los sótanos.